La pregunta más peligrosa
Puede ser inquietante abrirnos hacia donde Dios nos guía. De todos modos, deberíamos hacerlo. (Bryen Apen, Unsplash.)
El otro día me sucedió algo curioso. Estaba a punto de salir de casa de mi hermana camino al aeropuerto, de regreso a mi casa. Mi cuñado me preguntó, “¿Pesaste tu maleta?” Le dije que no. Yo viajo siempre, no llevaba nada fuera de lo común, y nunca había tenido sobrepeso en esa maleta. Me dice, “Me parece que tu maleta tiene sobrepeso.” La verdad es que me molestó. Ya quería irme y no quería ponerme a desempacar, ni a reorganizar mis cosas. Aun así, saliendo del apartamento, me trajo su báscula portátil y me la prestó. Le contesté, “Gracias,” pero sabía que no la iba a usar.
Esas cosas me molestan. Yo sé lo que tengo que hacer y no necesito que otros me lo digan. Odio que la persona que tengo al lado en el avión se ponga a conversar conmigo. Prefiero ponerme los audífonos o dormir. No me gusta llegar tarde y me exaspero cuando alguien me encuentra en algún lado y se pone a conversar. Tengo una vida muy ocupada y, aunque soy muy amable y trato de ser gentil con la gente, esas cosas me estresan un poco.
En el carro, camino a la casa de mi papá, con quien iba a almorzar antes de irme al aeropuerto, pensé, “¿Será que Dios me está diciendo algo?” Efectivamente, al llegar, pesé la maleta y tenía tres kilos de sobrepeso. Saqué algunas cosas y las metí en mi bolsa de mano y di gracias a Dios por la “molestia.” La verdad, fue una tontería, pero quizás me ahorré un fastidio en el aeropuerto.
¿Qué quiere Dios?
Les cuento esa pequeña historia porque hace unos meses escuché a un sacerdote decir que la pregunta más peligrosa es, “Dios, ¿qué quieres que haga?” Es cierto. Si no crees que vayas a querer hacer lo que Dios quiere que hagas, no le preguntes.
Pero no puedo ignorar el mensaje del Evangelio: Jesús nos redimió. Él vino a morir para que nosotros no tengamos que morir. Me gustaría que fuera que Él vino a sufrir para que yo no tenga que sufrir. Pero lamentablemente no es así. Parece que el sufrimiento es parte de la vida.
Es por eso que no me gusta la idea de preguntarle a Dios qué quiere que haga. ¿Qué tal si me pide que sufra? Pero esa es la verdad: Si seguimos a Jesucristo, eso frecuentemente nos llevará a la Cruz; nos llevará al sufrimiento.
Al mismo tiempo, no creo que Dios quiera que suframos. Jesús no les dice a sus discípulos que tienen que sufrir. Pero, por ejemplo, cuando les dice a Juan y Santiago que van a tener que beber del mismo cáliz que Él (Marcos 10:39), lo explica diciendo que Él vino a servir, no para que le sirvan (Marcos 10:45).
Es eso lo que lo hace redentor: No que tengamos que sufrir, sino que entreguemos nuestras vidas a los demás. Cuando sufrimos por amor, ese sufrimiento tiene valor y se convierte en sacrificio. Ese sufrimiento es redentor. Es por eso que el sufrimiento de Jesús nos redime: porque sufre por amor.
Jesús nos dice que hay que cargar con nuestra Cruz y seguirlo (Mateo 16:24-26; Lucas 9:23). Pero no cualquier sufrimiento es una Cruz. No es Cruz si no nos lleva hacia Jesús.
Y cuando sufrimos por amor, no le llamamos sufrimiento. Le llamamos … amor.
Y eso me trae de nuevo a la pregunta más peligrosa: “¿Dios, qué quieres que haga?” Tenemos miedo de hacerla porque creemos que Jesús nos va a responder como les contestó a Santiago y a Juan, “Deben beber del mismo cáliz …”
Pero eso no es lo que Jesús quiere. No quiere que suframos, quiere que amemos. Jesús vino a traernos la vida. Todo lo que nos pida nos traerá vida y dará vida a los demás. Él mismo lo dijo: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.” (Juan 10:10)
Eso puede ser un poco peligroso, pero no tanto.
Una pregunta diaria
Es por eso que pienso que la pregunta más apropiada no es “¿Qué quieres que haga?” sino, “Dios, ¿qué quieres que haga HOY?” ¿Cómo quieres que te sirva hoy? Yo tengo cosas que hacer, tengo planes; tengo que ir al trabajo, llevar a los chicos a la escuela, ir al mercado, preparar la cena. Pero en medio de todo eso, ¿dónde me quieres, Señor? ¿Con quién quieres que hable hoy? ¿A quién quieres que escuche? ¿Qué quieres que haga?
Creo que si hacemos esa pequeña pregunta “no-tan-peligrosa” cada mañana, veremos que somos más libres y encontraremos oportunidades que de otra forma no encontraríamos.
Tendremos más oportunidades para amar.
Así es. Con esta actitud, mi vida ha cambiado. Si hay tráfico y voy a llegar tarde, ¿será que aquí me quiere Dios escuchando este programa de radio o rezando el Rosario? Si necesito alguna ayuda en el trabajo y no la encuentro, ¿será que esa persona que se puso a conversar conmigo en el elevador es la que me puede ayudar? ¿Será que la chica que llegó a mi fiesta de cumpleaños sin que la invitara, necesita que la ayude a encontrar dónde quedarse ahora que se va a Costa Rica? Todas estas cosas me han pasado y aunque parecen sin consecuencia ni importancia, creo firmemente que es lo que Dios ha querido de mí, día a día.
Con esa actitud, en el vuelo de regreso a casa, me senté al lado de una linda pareja, que resulta que viven enfrente de mi oficina. ¡Qué pequeño es el mundo! No sé por qué Dios los puso en mi vida—quizás nunca lo sabré—pero estoy seguro de que por algo fue.
Tiene que serlo, porque esa mañana le había hecho la pregunta peligrosa.
Es posible que Dios quiera que seas sacerdote, religiosa o religioso. Tal vez quiere que te vayas de misionero. Quizás Dios te llama a la vida célibe o quiere que te cases y tengas una familia. Dios no quiere que sufras, quiere que ames y que tengas vida, que seas feliz y nunca te va a pedir que hagas algo que Él no haya sembrado ya en tu corazón.
Antes de considerar esa pregunta mayor: “¿Qué quieres que haga con mi vida, Señor?” comencemos con la pregunta diaria: “¿Qué quieres que haga hoy?” Eso nos abrirá el corazón a las posibilidades y sorpresas que Dios nos tiene para servir, para amar, y para tener vida en abundancia.
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