Corriendo hacia mi vocación religiosa
Imagen: Desde el principio, Nicholas Collura se sintió atraído por la celebración de los sacramentos. Aquí, él lee en un leccionario, vestido de ministro con un cuello romano, como es la práctica entre los novicios jesuitas.
Ella se echó a llorar tan repentinamente como si le hubieran golpeado en la cara. Me quedé allí, aturdido y mirando fijamente, sin saber qué decir.
Mi trabajo en el Cuerpo de Voluntarios Jesuitas era dirigir una oficina de servicio social en una parroquia urbana en Texas. En ese día nublado de una semana antes de Navidad, un hombre de negocios de gran corazón había visitado nuestra pequeña iglesia con una pila de tarjetas de regalo de $500 que quería donar anónimamente a los miembros más necesitados de nuestra comunidad. Tuve el privilegio de elegir a los destinatarios y hacer las entregas.
Cuando llegué a la casa de la joven madre soltera cuyas lágrimas recuerdo hasta este día, ella y sus cuatro hijos pequeños se amontonaban en un coche destartalado donde pasarían las próximas noches mientras que una persona de mantenimiento local reparaba el techo de su casa ruinosa. Las lágrimas que derramó cuando le di la tarjeta de regalo fueron de incrédula alegría.
Al entrar en este drama de penuria, caridad y gratitud, supe que había encontrado algo que hacer con el significado de la vida, y yo sabía que quería más.
En aquellos días, solía correr alrededor de la pista de la escuela secundaria local, tarareando melodías tontas para establecer mi ritmo. Un día me encontré corriendo con un simple estribillo que vino espontáneamente a mi mente: "Quiero. . . ser . . . un santo. Yo quiero . . . ser . . . . un santo”. Después de un par de vueltas, el estribillo cambió de repente, y aceleré corriendo a toda velocidad por el campo: "Quiero. . . ser . . . ¡un sacerdote! Yo quiero . . . ser . . . ¡un sacerdote!".
¿De dónde en el mundo salieron estas palabras y ese loco deseo que me vino a la mente? ¿Por qué alguien querría ser sacerdote?
Lo que me movió a esta vida
Al mirar hacia atrás a las experiencias que me movieron primero a entrar en el noviciado jesuita (la primera etapa de la formación religiosa), veo cómo mis razones para perseguir la vida consagrada han surgido una de la otra. Una de las cosas que en un principio me atrajo fue el atractivo de la celebración de los sacramentos. En mis primeros meses de discernimiento, hace ya muchos años, me gustaba cantar las palabras de la consagración eucarística cada vez que estaba solo en mi coche. Pero cuando las casullas y el incienso tomaron un lugar desproporcionadamente grande en mis fantasías tempranas, me di cuenta de que el deseo de ser visto como santo no es el mismo que el deseo de ser santo. Lo que nos hace santos no es primariamente un ritual, sino más bien el amor. Es nuestra sed de justicia, nuestra práctica de la bondad, nuestra forma de relacionarnos con la gente.

Como trabajaba en un barrio desfavorecido, vi el sufrimiento de los pobres de primera mano. Mis ojos se abrieron a enormes necesidades. Por otra parte vi cuán profundamente nuestros feligreses confiaban en los jesuitas, que habían consagrado su vida entera a la causa del amor en medio de un mundo que de otra forma proporcionaba sólo decepciones pequeñas pero crueles para los pobres.
Sus votos de pobreza, castidad y obediencia no son fáciles. Si bien no son necesarios para una vida de servicio, cuando vi que tantos religiosos encontraban que sus votos eran una liberación y no una carga, empecé a hacerme preguntas. ¿Podría ser que el tomar votos religiosos fuera una manera para mí de dedicar mi tiempo ‒y más importante, la energía emocional y espiritual que tengo disponible para el amor‒ al servicio sincero del pueblo de Dios?
Los votos matrimoniales pueden liberar a la gente, también. Lo mismo ocurre con otras formas de vida individual y comunitaria. Ninguna vocación es más sagrada que cualquier otra. No me gusta escuchar describir al sacerdocio como un "llamado superior". ¿Cómo puede un llamado ser mejor cuando todos vienen de Dios? La pregunta es, ¿qué tipo de vida le ayudará a cada uno de nosotros, con nuestras personalidades individuales, a florecer?
El matrimonio y los niños no van a significar la respuesta para todos. El celibato sacerdotal y la vida religiosa, lo que la hermana Sandra Schneiders, I.H.M. llama "un compromiso exclusivo con la misión directa de Dios", ofrece una vida diferente, un tanto intensa, de comunidad, soledad, oración y servicio. Siempre he tenido una cierta intensidad espiritual yo mismo, y era en última instancia esta sincronía entre las intensidades ‒las mías y las de la vida religiosa‒ lo que me movió a unirme a los jesuitas.
Responder a dos llamamientos
Naturalmente, me he enfrentado a luchas en el proceso del discernimiento vocacional. Una tenía que ver con el hecho de que desde niño soñaba con ser un escritor. Ese deseo es profundo en mí, por lo que cuando empecé a contemplar el sacerdocio, temía que estaría renunciando no sólo al matrimonio y la familia y a un cierto grado de autonomía, sino a una parte importante de lo que Dios me había creado para ser.
Así que estaba encantado al descubrir que algunas personas son llamadas a vivir su sacerdocio en una comunidad religiosa que reconoce la posibilidad de una doble vocación. Los Hermanos Cristianos, por ejemplo, están llamados a la hermandad consagrada y al ministerio de educación. Los franciscanos, normalmente, están llamados a la vida religiosa y a trabajar con los pobres. Los jesuitas, a los que me he unido, son bien conocidos por "encontrar a Dios en todas las cosas" y con frecuencia trabajan fuera del entorno convencional de la iglesia. Han sido descritos como "con guón": por ejemplo, hay jesuitas-académicos, jesuitas-médicos, jesuitas-astrónomos, jesuitas-activistas, incluso jesuitas-realizadores. Podría, de hecho, ser un jesuita-escritor. Fue liberador darme cuenta de que en la comunidad jesuita podía honrar tanto las partes religiosas como las creativas de mí mismo en lugar de tener que elegir entre ellas.

Recuerdo una historia maravillosa sobre un jesuita chileno que, después de ser ordenado, fue a su superior con una extraña petición: él creía firmemente que Dios lo estaba llamando a ser un payaso de circo para hacer sonreír a los niños en un mundo en el que tan a menudo sus jóvenes vidas estaban colmadas de tristeza.
En lugar de reírse de este jesuita fuera de lugar, su superior decidió que si uno de sus muchachos iba a ser un payaso, debería ser el mejor payaso que pudiera ser ‒ ¡y lo envió al Cirque de Soleil para su formación de circo! Para este jesuita, bendecido con superiores generosos y comprensivos, el sacerdocio no agotó sino enriqueció su llamada vocacional.
Esperando que Dios me sorprenda
Ha habido otros retos en mi discernimiento religioso. Los votos no son fáciles. La iglesia no es perfecta. Mientras que todavía me siento atraído por la celebración de los sacramentos, en la iglesia de hoy estoy encontrando que hay un montón de otras maneras de ser un buen pastor que no requieren la ordenación. Por eso me pregunto a veces si tal vez debería convertirme mejor en un hermano.
Me he dado cuenta de que las preguntas y las preocupaciones no son obstáculos, sino regalos a considerar. He aprendido que la gracia de Dios no depende de si estamos celebrando los sacramentos ‒o, de hecho, si estamos haciendo cualquier cosa en particular‒ sino de la medida en que hemos entregado nuestra vida a Dios en el amor y la gratitud. El hecho de que existen innumerables maneras de hacer esto significa que Dios desborda creatividad, y nosotros podemos hacerlo también. Esto es motivo de alegría.
Mi confusión profesional me ha enseñado mucho acerca de la confianza. La vocación es un misterio que nos atrapa; no es algo que en última instancia podemos atrapar. Muchos sacerdotes informan que entraron en el noviciado o seminario por sus propias razones, y terminaron quedándose por otras completamente diferentes ‒razones conocidas de antemano sólo por Dios.
A medida que continúo mi noviciado, pienso en las muchas dimensiones de mi deseo por la vida religiosa: el amor a la gente, un anhelo de servirles, una atracción hacia el ministerio sacramental, un deseo de consagrar mi tiempo y amor al drama del alma humana ante Dios. Sin embargo, no tengo ningún deseo de vivir con expectativas para mi futuro. Por el contrario, deseo descubrir cómo Dios va a sorprenderme.
Al final, he encontrado que el signo más seguro de una llamada divina no tiene nada que ver con una total certeza o absoluta comprensión. Para mí tiene más que ver con el hecho de si pensar en una forma particular de amor ‒la vida como sacerdote de orden religiosa‒ acelera mi ritmo mientras corro alrededor de una pista de carreras, llenándome de emoción y alegría.
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